Cuentos

El niño del dedo en la nariz

Érase que se era un niño al que le gustaba subir a los árboles, perderse en el bosque bajo la tormenta, plantar hortalizas en los riscos y pasar toda la noche persiguiendo libélulas. Su madre estaba espantada por la forma en que llevaba los pantalones, la manera de combinar colores con los calcetines, el modo en que escribía renglones torcidos y cómo no sabía lavarse las manos adecuadamente cada diez minutos. A su padre le aterraba que no llegase a ser abogado, que no cumpliese las expectativas de la familia y que de mayor no trajese dinero ni prestigio suficiente a casa como para hacer morir de envidia a los vecinos. Sus hermanos se reían de él porque no le gustaba jugar a pegarse por tonterías con ellos y porque no sabía amenazarlos con chivarse para que le diesen dinero a cambio.
Y así fueron pasando los días encerrado en casa, rodeado de libros, con la raya en medio, y siendo objeto constante de burlas y lamentaciones. Hasta que un día tuvo una idea: pensó que si querían a alguien que se quedase muy quieto haciendo y siendo todo lo que esperaban de él, podría fabricarlo. Así que cogió unos cuantos palos de fregona, un cubo metálico del jardín y los ató con cuerda. Para la cara puso una foto que nadie echaría de menos; una que le hicieron una tarde cuando tenía 4 años y en la que salió con el dedo metido en la nariz.
De este modo continuó sus días en los bosques, aprendió a pescar y a explorar la tierra, viajó por el mundo, habló más de 11 lenguas y vivió mil aventuras. Pero conforme se fue haciendo mayor el busca que había colgado de su sustituto sonaba con más frecuencia y tenía que volver a toda prisa para cambiarle de posición un brazo o para responder “de acuerdo” en el momento adecuado. En su familia estaban encantados, era el ojito derecho de su padre, el abogado más prudente y perseverante de la firma y sus hermanos no habían sabido nunca mantener la compostura tan bien como él.
Pero el día que lo eligieron presidente de la comunidad se dio cuenta de que estaba en el papel de cubrir las espaldas al personaje que había creado para que lo dejasen en paz. Ya no tenía tiempo para dormir bajo las estrellas ni para nada. Así que destruyó el muñeco, tiró la foto y se sentó a la mesa una vez más, esperando a ver si su familia notaba el cambio. Ante ellos había ahora un hombre de unos 25 años, con la piel curtida por el sol y el mar y con unos ojos que habían mirado todos los océanos de la Tierra. Su madre sacó la cuchara de la sopa y apuntándole con ella le gritó:

- ¡Te he dicho cien mil veces que te saques ese dedo de la nariz!


Inédito